Durante mucho tiempo
concebí el cine como un producto que vive por si mismo. Un objeto con los
órganos vitales necesarios para respirar durante décadas. Tal vez sólo
complementado por la relación paternal con su autor, que le reconoce (o
desconoce) en cada nuevo trabajo. Sin embargo existe el tercer elemento que
finaliza la triada dándole sentido final: el verdadero sentido. Aquel que logra
salir de la cueva platónica para llegar hasta “el espectador”. Es ahí cuando el
sentido fílmico cobra vida. Ver para creer puede ser la premisa. Una película
en si misma es un objeto sin funcionalidad. Necesita de la mirada atenta y del
espíritu emotivo para verse afectada. Necesita de pupilas que se dilaten de
excitación al contemplar escenas eróticas. El cine es una pulsión pero que nace
del voyerismo de alguien. Ese alguien… un espectador.
Sergei Eisenstein reconoce
que el espectador es condicionado por una serie de sucesos. Esta es la
verdadera materia prima del cine. Por cada persona que ve una película nace un
nuevo espectador construido y moldeado por la emotividad de la historia. Es lo
que logra Eisenstein con su atractivo montaje.
Bajo ese prisma, hay
algunos autores que se enfocan especialmente en la creación de este espectador.
Y aparte recurren a una intención fática para interpelarlo. Tal como lo hace
Haneke en la mayoría de sus películas, fomentando la incomodidad del voyerista.
Recordemos “Caché” (2005) y la posición de las cámaras ocultas, específicamente
el momento de suicidio del inmigrante, donde sabemos que la posición de la
cámara era imposible. Y esta especie de hombre de barro comienza a adoptar la
forma de cómplice y a dialogar con el mismo autor sobre la obra en cuestión.
Otra interpelación muy
directa es cuando Gaspar Noé le da la oportunidad al espectador a que abandone
la sala de cine en “Solo contra todos” (1998). Un recurso innovador donde esta
especie de creador le otorga libre albedrío a su creación. Pero una libertad
limitada que sólo dura la cuenta regresiva. Obviamente esta técnica no hace más
que aumentar la curiosidad del espectador por saber qué sucederá cuando esta
cuenta llega a su final. El receptor ha sido condicionado y atado a su butaca.
No podrá abandonar hasta el final.
El oficio de un cineasta
es la creación permanente de espectadores. Una para cada historia. Por eso nos
desdoblamos y somos espectadores-alien, espectadores-nosferatu,
espectadores-caché. Somos persuadidos a convertirnos en voyeristas de la
imagen. Toda una raza de hombres de barro.