miércoles, 31 de octubre de 2012

EL HOMBRE DE BARRO

Durante mucho tiempo concebí el cine como un producto que vive por si mismo. Un objeto con los órganos vitales necesarios para respirar durante décadas. Tal vez sólo complementado por la relación paternal con su autor, que le reconoce (o desconoce) en cada nuevo trabajo. Sin embargo existe el tercer elemento que finaliza la triada dándole sentido final: el verdadero sentido. Aquel que logra salir de la cueva platónica para llegar hasta “el espectador”. Es ahí cuando el sentido fílmico cobra vida. Ver para creer puede ser la premisa. Una película en si misma es un objeto sin funcionalidad. Necesita de la mirada atenta y del espíritu emotivo para verse afectada. Necesita de pupilas que se dilaten de excitación al contemplar escenas eróticas. El cine es una pulsión pero que nace del voyerismo de alguien. Ese alguien… un espectador.

Sergei Eisenstein reconoce que el espectador es condicionado por una serie de sucesos. Esta es la verdadera materia prima del cine. Por cada persona que ve una película nace un nuevo espectador construido y moldeado por la emotividad de la historia. Es lo que logra Eisenstein con su atractivo montaje.


 Bajo ese prisma, hay algunos autores que se enfocan especialmente en la creación de este espectador. Y aparte recurren a una intención fática para interpelarlo. Tal como lo hace Haneke en la mayoría de sus películas, fomentando la incomodidad del voyerista. Recordemos “Caché” (2005) y la posición de las cámaras ocultas, específicamente el momento de suicidio del inmigrante, donde sabemos que la posición de la cámara era imposible. Y esta especie de hombre de barro comienza a adoptar la forma de cómplice y a dialogar con el mismo autor sobre la obra en cuestión.


Otra interpelación muy directa es cuando Gaspar Noé le da la oportunidad al espectador a que abandone la sala de cine en “Solo contra todos” (1998). Un recurso innovador donde esta especie de creador le otorga libre albedrío a su creación. Pero una libertad limitada que sólo dura la cuenta regresiva. Obviamente esta técnica no hace más que aumentar la curiosidad del espectador por saber qué sucederá cuando esta cuenta llega a su final. El receptor ha sido condicionado y atado a su butaca. No podrá abandonar hasta el final.



El oficio de un cineasta es la creación permanente de espectadores. Una para cada historia. Por eso nos desdoblamos y somos espectadores-alien, espectadores-nosferatu, espectadores-caché. Somos persuadidos a convertirnos en voyeristas de la imagen. Toda una raza de hombres de barro.   

1 comentario:

  1. Excelente post,en verdad resultó muy interesante leer sobre la verdadera emoción del cine y lo que un director puede trasmitir.

    Saludos!

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